Luca Schiaccitano. Pressenza.com
Ser parte de una «comunidad» es un instinto humano primordial. Dentro de una comunidad, uno puede encontrar calidez y un sentido de seguridad en valores compartidos y principios familiares. Es un espacio reconfortante, una tierra prometida donde se pueden compartir esperanzas, temores, desafíos y victorias.
Sin embargo, ser una comunidad también conlleva responsabilidades, la principal de las cuales es su protección. Defender a la comunidad incluso cuando tropieza y se equivoca: estar a su lado en público, reprenderla en privado, como una familia.
Sin embargo, hay circunstancias extremas en las que, para proteger a la comunidad, hay que oponerse a ella, asegurándose de que cambie de rumbo y de que, por las acciones de unos pocos, el estigma de la deshonra no caiga sobre todos.
Por eso, en los días posteriores a los ataques de la mafia, la comunidad siciliana salió a las calles de forma espontánea y sincera para decirle al mundo: «Sicilia no es la mafia».
Del mismo modo, en 2015, tras los atentados a la redacción de Charlie Hebdo, la comunidad musulmana inundó las plazas de Europa al grito de «No en mi nombre».
Hoy, frente a las más de 400 personas masacradas en Gaza el 18 de marzo por el gobierno de Netanyahu (incluido uno de los rehenes), se hace imperativo que las organizaciones judías en Europa adopten una posición clara y firme para evitar que la creciente ola de antisemitismo manche su nombre.
Varios judíos europeos, como individuos, ya han condenado los crímenes de guerra cometidos en Palestina, pero eso ya no es suficiente. Más que nunca, se necesita una postura oficial y unificada de las comunidades judías que, hasta ahora, han sido demasiado tímidas a la hora de condenar las atrocidades cometidas bajo pretextos ideológicos y como escudo político para la supervivencia de unos pocos asesinos en el poder.
Es posible que muchos hayan visto la imagen que circula en Internet, compartida por Historical Pics: una multitud en blanco y negro de la década de 1930 levantando los brazos en saludo al Führer. Y allí, escondido en un rincón, está un hombre con los brazos cruzados, un símbolo de desafío contra el poder asesino.
Sin embargo, ese único acto de resistencia no fue suficiente para absolver a todo un pueblo de los horrores que pronto siguieron. Esa foto nos enseña que un puñado de disidentes pueden pasar a la historia como héroes, pero sin un repudio oficial y colectivo de las atrocidades de la historia, se hace difícil rechazar, en retrospectiva, las acusaciones de complicidad.
Ser cómplice es una elección, al igual que la indiferencia.
No en nuestro nombre: grítenlo al mundo, a los políticos que envían armas, a las empresas que abastecen a un gobierno asesino.
Comunidad judía, queremos que estén al frente de esta batalla por la paz. Porque tu voz es la más fuerte; vosotros sois las trompetas a las puertas de Jericó.
Pero lo más importante, más allá de la retórica vacía, que quede claro: quienes no se desvinculan —lamentablemente— son cómplices.